El balcón, donde todo ocurre, donde Gabriel y Lucía desayunan, comen y cenan, donde
hablan las cosas importantes, donde se dicen te quiero infinitas veces pero
también te odio, donde se ríen, donde discuten, donde fuman, donde beben, donde
miran hacia afuera y se imaginan como sería ser otras personas, donde miran a
la gente pasar, donde se inventan historias con cada persona que pasa, donde
están cuando no saben que hacer ni que decir. Donde todo ocurre, donde viven.
Y
precisamente, allí, al aire libre, respirando la contaminación de la ciudad, dónde
todo y a su vez nada ocurre, dónde él se declaró y ella dijo que si, con una
emoción que no había sentido en su vida, justamente, en ese balcón, tan
insignificante, fue donde una mañana de Enero Lucía se sentó a desayunar, como
cada día a las 10 de la mañana, pero ese día fue diferente, supo que no había
vuelta atrás, que las cosas habían cambiado, allí sentada con la luz del sol
iluminándola y el ruido de los coches, fue donde escribió la nota que luego
dejaría encima de esa mesa para Gabriel, dónde lo abandonó y nunca más miró
atrás.
Ese
maldito balcón, dónde nunca más nadie volvió a desayunar, a comer y a cenar,
donde nadie volvió a hablar de cosas importantes, donde nadie volvió a decir te
quiero ni a reír ni a discutir, nadie volvió a fumar ni a beber, nadie se
imaginó ser otra persona, nadie volvió a mirar a la gente pasar ni se inventó
historias. Dónde nada más ocurrió y dónde nadie más vivió. Pues exactamente
igual que Lucía, Gabriel nunca más volvió y ella nunca llegó a leer la nota que
él le había dejado en el balcón, pues el viento, traicionero como el solo, se
la llevó, igual que se llevó la nota de Lucía, y todos los momentos vividos.
Y
jamás volvieron a verse, en ningún otro balcón.
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